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La Resurrección como llamado global a la solidaridad en tiempos de fractura

2 Minutos de lectura

Por Ricardo Rincón González 

Abogado, ex parlamentario 

Mientras millones de cristianos alrededor del mundo celebran la Resurrección de Jesucristo, el mensaje de la Pascua se alza este año como un grito esperanzador y urgente en medio de una humanidad fracturada por el conflicto, la desigualdad y el egoísmo estructural. En un tiempo donde las guerras resurgen, el cambio climático avanza, la pobreza se cronifica y el individualismo parece haberse globalizado, resuena con fuerza el recordatorio del arzobispo de Santiago, cardenal Fernando Chomali: “Jesucristo nos dice que hemos sido creados para compartir, pero nos enseñan en todas partes a competir”.

Nunca ha sido más evidente que vivimos en un mundo que premia la competencia por sobre la compasión, que mide el éxito por la acumulación y no por la entrega, que tolera la exclusión como parte del orden económico. Esta Semana Santa, frente al sepulcro vacío, la pregunta es inevitable: ¿puede aún la humanidad encontrar sentido en compartir, en cuidar, en servir? ¿O hemos convertido la cruz en un símbolo sin consecuencias éticas?

El mensaje de Cristo no fue uno reservado a una nación, un idioma o una época. Fue —y sigue siendo— una propuesta de transformación radical del modo en que nos relacionamos entre nosotros y con el mundo. Su vida fue una denuncia del poder sin amor, de la religión sin justicia, y su resurrección, una promesa de que el amor entregado no muere jamás. Es un mensaje que atraviesa culturas, creencias y fronteras: la vida solo tiene sentido cuando es compartida.

Pero hoy el mundo parece caminar en sentido contrario. Más de 800 millones de personas pasan hambre, mientras cada vez más recursos se destinan a armamento. El 20% más rico del planeta consume más del 80% de sus recursos naturales. Guerras como las de Ucrania, Gaza o Sudán desgarran a poblaciones enteras sin que la comunidad internacional logre —o quiera— detener la tragedia. La indiferencia se ha vuelto estructural.

Y sin embargo, la Pascua nos dice que la última palabra no la tiene la muerte, sino la vida. No la tiene el odio, sino el perdón. No la tiene la competencia, sino la solidaridad. Esa es la revolución silenciosa pero poderosa que plantea el Resucitado. No como una utopía ingenua, sino como una tarea concreta y colectiva.

Es tiempo de preguntarnos, como humanidad: ¿qué tipo de civilización estamos construyendo? ¿Una que desecha a los migrantes, a los enfermos, a los pobres, a los distintos? ¿O una donde todos tienen lugar, voz y dignidad? ¿Una economía que devora o una que redistribuye? ¿Una política del miedo o una ética del cuidado?

La Resurrección no es una evasión del dolor del mundo, es su enfrentamiento más profundo. Es creer que nada está perdido si somos capaces de cambiar, de mirar al otro no como un adversario o una carga, sino como un hermano.

Quizás, más que nunca, el mundo necesita esta Pascua. Una Pascua no solo celebrada, sino vivida. Donde el milagro no sea esperar que cambien los poderosos, sino que despertemos todos a una nueva forma de habitar la tierra: más justa, más fraterna, más humana.

Porque hemos sido creados para compartir. Y mientras no lo entendamos, seguiremos compitiendo hasta destruirnos. Pero si lo entendemos —aunque sea unos pocos—, la esperanza resucitará también en este mundo herido.


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