Los gestores educacionales —que cada vez se entronizan más en la jerarquía universitaria— instan a los profesores a que efectúen clases dinámicas y a que apliquen metodologías activas en las aulas. Tales burócratas olvidan que en la vida intelectual tiene un rol fundamental la actitud contemplativa, el silencio, el retraimiento, el repliegue sobre sí mismo, la discreta introspección. Por lo menos en las humanidades es así.
Dicha travesía interior requiere de tiempo. El pensamiento se destila gota a gota. Tiene un ritmo que debe ser respetado. La actividad intelectual no es una faena mecánica, tampoco funciona como un artefacto electrónico que se enciende y apaga a voluntad.
Asimismo, el profesor no es un operador fabril ni el animador de una empresa de entretenimientos. Nada más ajeno a la vida intelectual que un mero instructor docente (a eso ha quedado reducido el profesor) con un cronómetro en la mano y un syllabus que opera como lecho de Procusto.