Estamos en una etapa de cambios vertiginosos y en ocasiones profundos. Esta es la época, como la nombra el sociólogo Zygmunt Bauman, de la “modernidad líquida” que hace referencia a que todas las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales se deshacen y se transforman constantemente. Así el ser humano debe estar siempre adaptándose a estos cambios, que en ocasiones nos hace avanzar hacia una nueva forma de vivir, la también llamada “posmodernidad de lo absurdo”.
Esta nueva noción de’“lo absurdo’ se refleja y se expresa en características culturales, políticas y sociales, que nos hacen desafiar lógicas tradicionales. En este contexto, una de las más potentes evidencias son los medios de comunicación: en ocasiones desinforman a la opinión pública, generando incertidumbre e impidiendo saber qué es lo real a la hora de tomar decisiones.
Por otro lado, la política y sus discursos carecen de congruencias. Se centran en una retórica emocional, dejando de lado el pensamiento crítico. Proliferan discursos populistas y la política no está dando respuestas sensatas a los ciudadanos.
En la esfera cultural, también apreciamos el incremento de consumo de dispositivos y pantallas que alimentan sin proteínas a la cultura popular. Un ejemplo de esto es la involución en las parrillas programáticas de la TV que hoy nos presentan contenidos nacidos en los años 90 y la década del 2000, que se viralizan con rapidez, multiplicando la sensación de que lo verdadero e incuestionable es lo más viralizado.
La sociedad de lo absurdo define lógicas más individuales que colectivas, y genera una fragmentación del ser humano que busca permanentemente identidad, o algún referente para poder sentirse parte de una sociedad que excluye, ya no sólo en lo económico, sino que también en lo político, y en lo cultural.