El Conde llegó a Netflix sorprendiendo con un guion atrevido y bien estructurado, que hace mofa de la figura de Pinochet con y sin sutileza.
Recién estrenada en Netflix hace un par de días, la película El Conde del director Pablo Larraín ya se alza entre lo más visto en Chile de la plataforma de streaming más popular del mundo.
Un logro que se sustenta en una propuesta que sorprende desde el principio, con una narración en inglés que le otorga un tono “documentalesco” que hará que más de alguno revise si está bien puesto el idioma del reproductor.
Desde ese detalle en adelante, la película entrelaza ficción con referencias históricas, dando vida al relato de un Pinochet vampiro que funciona perfecto como villano en retiro. Todo con un aire de comedia mayormente sutil, con algunos pasajes menos delicados.
Muchas escenas tienen diálogos que por momentos se exageran a un nivel teatral, haciendo un contrapunto con el acontecer calmo de las escenas que se narran con una voz en off o que no tienen diálogos, lo que puede resultar un poco difícil de asimilar.
Sin embargo, en total, la película interesa y entretiene, gracias a un guion tan bien estructurado, que podría haber servido para contar una historia ficticia con cualquier dictador o gobernante como referente.
El Conde en Netflix: una burla entre lo fino y lo grotesco
El Conde es una producción refrescante dentro de lo que comúnmente se ha entendido como comedia en el cine nacional, con producciones tan taquilleras como innombrables a la hora de hablar de cinematografía.
Varias escenas y diálogos del film remiten a delitos documentados de Pinochet y su familia, con un enfoque burlón, que da cuenta de hechos reales con un maquillaje cómico.
Sobre eso, se retrata a un villano en retiro que bien podría haber sido cualquier otro. Pero la película se hace cargo de que sea Pinochet, no solo con las menciones a su pasado como dictador, sino también con un tono salpicado de chilenismos, tanto en los diálogos como en las imágenes.
Es complejo basarse en referentes históricos y satisfacer a la mayor parte del público. Sobre todo cuando se trata de una figura tan divisoria como la de Pinochet. Y es comprensible que muchos de sus partidarios se sientan ofendidos por la encarnación configurada por Pablo Larraín.
Pero, con un poco de sentido del humor, incluso los más acérrimos pinochetistas deberían poder disfrutar de esta obra tejida con el trabajo y los elementos artísticos que definen a una buena película.
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